Familia de la Jara
  Chile en 1639
 






El entorno de la época

Chile en los años 1639, fecha en que llega Francisco a COncepción, , Santiago, la Capital del Reino en esa época tenía un número cercano a 12.000 habitantes; ese año dejaba su cargo como Gobernador de Chile Francisco Lazo de la Vega y Alvarado y asumía el Marqués de Baides, don Francisco López de Zúñiga, con un contingente de soldados profesionales que lo acompañaban desde España y del Virreinato del Perú, entre los cuales muy probablemnete se encontraba don Francisco.



Al frente de la jerarquía social de la Colonia se situaban los descendientes de los conquistadores que en los repartos habían recibido encomiendas. El sistema de encomiendas, fue agotándose y en el siglo XVII alcanzaron preeminencia los propietarios de haciendas y de los limitados obrajes abiertos en Chile y los funcionarios llegados de España o bien del Perú. Las costumbres del Chile colonial, en cuanto al vestir y al comer, identificaban a las clases sociales y les imprimían un carácter propio. En la imágen, un español de Chile.
La propiedad y dedicación a oficios mecánicos, como los obrajes, no fueron motivo de desdoro en la sociedad criolla.
Con frecuencia los conquistadores, desde luego sus capitanes, pertenecían a familias hidalgas e incluso eran segundones de casas nobiliarias que buscaban en América la oportunidad de dar origen a una nueva familia principal instituyendo un mayorazgo, esto es, creando un vínculo con los bienes adquiridos que serían transmitidos íntegramente al primogénito.
Las condiciones americanas hicieron que la institución del mayorazgo fuera perdiendo una fuerza que en Chile siempre fue escasa, incluso en tiempos de los conquistadores. Eso significa que los distintos descendientes tuvieron acceso al patrimonio familiar.
Las familias principales enlazaron entre sí, creando linajes endogámicos que permitieron distinguir una serie de apellidos al tiempo que se favorecía la formación de uniones patrimoniales. Las familias dominantes, unidas por relaciones de parentesco, crearon en Santiago, La Serena y Concepción una red de apoyo y protección mutua destinada a mantener dicha jerarquía, subrayada por el control de los cabildos.
La presencia de un ejército profesional permanente hizo de los oficiales, hidalgos muchas veces curtidos en las campañas de Flandes e Italia, elementos distinguidos de la sociedad y candidatos a ser casados con las hijas de la naciente oligarquía criolla.
La inmensa mayoría de los pobladores españoles de Chile eran originarios de la Corona de Castilla, y dentro de ésta, de las regiones meridionales: castellanos nuevos y andaluces. Tampoco faltaron extremeños y vascos, aunque en medida mucho menor que los anteriores.

Las principales ciudades fueron ámbito de mestizaje entre europeos, potenciado principalmente por la escasez de mujeres españolas.

La vida cotidiana en el período colonial estaba profundamente marcada por las fiestas y ritos religiosos y civiles que se sucedían a lo largo del año, los que reforzaban el sistema de creencias, organizaban a la población en torno a grupos identitarios y contribuían a reforzar la ideología oficial de la sociedad colonial.

La gran cantidad de fiestas religiosas, que en total llegaban a más de 90 al año, conformaban un nutrido calendario que llenaba la vida cotidiana de las personas y dominaba la vida social. En las fiestas religiosas cada uno de los grupos que conformaban la sociedad colonial cumplía un papel en el espectáculo público, ya sea a través de las ceremonias oficiales, cuya dirección estaba reservada a la elite, o a través del sistema de cofradías, las que identificaban visiblemente a cada uno de los sectores sociales y hacían presente su posición en el conjunto de la sociedad. 



Las celebraciones públicas por el acceso al trono de un nuevo monarca, el nacimiento de un heredero real o la recepción de las autoridades coloniales llegadas a Chile formaban un segundo conjunto de fiestas, caracterizadas por el despliegue de un aparatoso ritual cívico-religioso orientado a legitimar tanto a las autoridades como a las elites locales, a la vez que reforzaban los soportes ideológicos de la monarquía. Las noticias eran anunciadas a los súbditos de las colonias americanas a través de reales cédulas, las que en muchas ocasiones llegaban con uno o más años de retraso, y en ellas se ordenaba realizar las ceremonias y demostraciones de alegría y fidelidad correspondientes. Dentro de este grupo de celebraciones, las Juras Reales tuvieron una especial importancia, puesto que eran el momento en el cual la comunidad local reafirmaba sus vínculos de fidelidad con la lejana monarquía española.

La organización y costo de las fiestas, tanto civiles como religiosas, eran responsabilidad de los Cabildos, los que destinaban gran parte de su presupuesto anual a ellas. Las festividades públicas se caracterizaban por el gran despliegue de elementos escénicos, tales como el paseo público del estandarte real, la creación de escenografías realizadas para la ocasión, procesiones, ceremonias, torneos, banquetes, obras de teatro, corridas de toro y todo tipo de regocijos populares.



Sabemos que las regiones de frontera hispano-indígena en América fueron generalmente espacios de tensión y conflicto, en los cuales la violencia entre indígenas y españoles provocó la captura mutua de prisioneras En esa situación se encontraba la Capitanía General de Chile, que durante el siglo XVII, se prolongaba jurídicamente desde Copiapó al Estrecho de Magallanes. Sin embargo, en la práctica la corona dominaba: "Hasta un área limítrofe, de contacto... enmarcada entre los ríos Maule y Bío-Bío".
También hubo presencia hispana en los enclaves de Valdivia y Chiloé, bajo dependencia del Virreinato del Perú, desde 1678, 1646 y 1753 respectivamente. 

En esta región marginal del Imperio, la décima séptima centuria fue una época de transición entre la violencia y la convivencia pacífica; entre la guerra lucrativa y una serie de intentos de paz concretados a través de los parlamentos. Esta situación histórica permitió introducir en Chile nuevas formas en las relaciones hispano-indígenas. El telón histórico del siglo se levanta con el cuadro de la tragedia hispana después del desastre de Curalaba: "con cuatrocientas señoras y señoritas cautivas... y el poder español aniquilado al sur del Bío-Bío". 

Durante la primera mitad del siglo XVII, los enfrentamientos eran constantes. El estigma del conflicto no sólo afectó a dos ejércitos; la muerte rondó incluso a niños, ancianos y mujeres. Incendios, mutilaciones y ventas de prisioneros fueron la constante de la época. 

El alzamiento general de los indígenas, en 1655, significó: "el desplome total de todo el esfuerzo diplomático, militar y evangelizador de España durante un siglo"
La corona, que en 1608, había legitimado la esclavitud indígena respondió con una política más tolerante con sus nuevos súbditos. La Real Cédula de 1656 abolió la esclavitud a la usanza, que eran esclavos obtenidos en luchas intertribales y vendidos posteriormente a los españoles. En 1662, se dictó una Real Cédula que creaba una Junta de Guerra, cuyo objetivo era evaluar bajo los dictados de la Monarquía la actividad esclavista; esa institución se logró establecer recién en 1671. Finalmente en 1683, se suprimió definitivamente la esclavitud dejando a los indígenas capturados en guerra justa en la condición de indios de depósito. 

Extrañamente, en este ambiente bélico surgirán las bases de nuestra nacionalidad a través del mestizaje. Su agente principal será la mujer indígena, lo que permitirá una descendencia mestiza. En los primeros años de la conquista la presencia de españoles será minoritaria; la fama de país pobre que tenía Chile no incentivaba el largo y peligroso viaje. 

El gobernador de Chile, Alonso de Sotomayor, anotaba en 1583 que: "la cantidad de españoles varones avecindados en Chile era de mil cien y que las mujeres no eran más de cincuenta. Así, la guerra no sería impedimento para la unión entre soldados españoles y mujeres araucanas". 

La captura de piezas esclavas se realizaba a través de correrías y malocas. Eran expediciones ligeras y sorpresivas en las cuales se capturaban hombres mujeres y niños, se destruían bienes, sementeras y se arriaban los ganados. Los beneficiarios directos eran los cabos y soldados del ejército español que se repartían los despojos y los prisioneros. 

El valor de las piezas variaba según sexo, edad o condición de las esclavas. En 1656, el Capitán Diego de Vivanco señalaba que los indios se vendían en 100 pesos, las mujeres y los niños en 200.
Eran los años de La Quintrala, quien fuera uno de los personajes más llamativos y enigmáticos de la época colonia. Catalina de los Ríos y Lisperguer, quien muere en 1665 y está enterrada en la Iglesia de San Agustín. 

La ausencia en Chile de extensas comunidades agro-manufactureras a la llegada de los conquistadores, así como la inestabilidad que durante el siglo XVI provocó la prolongada guerra de Arauco en materia de usufructo de la tierra y la mano de obra, podían haber producido un retardo en la liquidación de la etapa de la Frontera Agraria. No fue así sin embargo. La gran sublevación indígena de 1598, la destrucción de las ciudades del sur y la pérdida de los lavaderos de oro de esa región, precipitaron el advenimiento del Latifundio Antiguo en forma más rápida de lo que pudiera haberse esperado. El asentamiento español y foco productivo, que había sido fuerte en el área comprendida entre Concepción, Valdivia, Osorno e Imperial, se desplazó inmediatamente desde Chillán al norte, comprometiendo rápidamente la ocupación de las mejores tierras agrícolas extendidas entre esa ciudad y Santiago. En efecto, el otorgamiento de mercedes de tierras y también un mercado de ellas se va abriendo para esa región geográfica de proporciones muy modestas a principios de siglo XVII, hasta una demanda verdaderamente importante en la segunda mitad del siglo XVIII. De más está decir que el llamado “Valle Central” se convirtió en el ámbito tradicional del latifundio y de la producción agrícola del reino.

El medio en que se desarrolló la primera economía agrícola del reino fue verdaderamente difícil. Aunque la tierra era fácil de conseguir gratuitamente, no había capitales, mercados, implementos ni mano de obra. La sublevación de 1598, y posteriormente el establecimiento de una línea fronteriza permanente a lo largo del río Biobío, restaron para los españoles un poco más de la fuerza de trabajo indígena: de unos 550.000 indios aproximadamente a 230.000. La crisis económica fue muy aguda después del terremoto de Santiago de 1647, cuando fuera de la destrucción material se dejaron de otorgar censos y préstamos a interés, debido a la suspensión del servicio de las deudas y a la falta de bienes urbanos muebles para garantías hipotecarias. Esta crisis del medio siglo se encadenó con otras que, en diferentes años y regiones, se fueron presentando en el Cono Sur del Virreinato Peruano: Tucumán, Córdoba, Potosí, Cuyo, Lima, etc.

Pese a todo, la gran hacienda del Valle Central y del Norte Chico fue tomando contornos permanentes, teniendo como mercados la proveeduría del ejército y una exportación lentamente creciente de carnes ahumadas, cueros, cordobanes, sebo, jarcia, cereales, frutas secas y vinos al Perú y Alto Perú. Fuera del ejército, el mercado interno era aún casi nulo. Difícil hubiera sido el surgimiento de una primera economía agraria que no fuese ganadera. Fuera de las razones antes dichas, se vivió aún en el Valle Central del siglo XVII un clima bélico constante. La sublevación del año 1655 llegó a afectar hasta territorios que se encontraban al norte del río Maule. Por otra parte, la mano de obra que se podía conseguir en el sur, por razones culturales, no era apropiada ni tenía inclinaciones para las labores de cultivo, pero sí estos indios eran buenos peones montados y vaqueros. Algunos hacendados que tenían encomiendas de indios en los alrededores de Santiago, los trasladaron como cultivadores y productores artesanales, a los extensos territorios vacíos de más al sur.

A principios del siglo XVIII, en materia de matrimonios, imperó la política de no dejar mujeres solteras o viudas sin casarlas o “juntarlas” en simple convivencia. Por ello, dentro de un altísimo promedio de ilegitimidad en los nacimientos, hay relativamente pocas viudas y solteras. Por el mismo motivo las edades de los “matrimonios” son sumamente dispares y distintas a lo que teóricamente debieran haber sido, siendo corrientes los matrimonios de hombres de entre 15 y 18 años de edad con mujeres de 30 a 50 años. Respecto a los sexos, es claro que esta retención de población dentro de la hacienda se ejercía más a través de las mujeres que de los hombres, como durante todo el siglo XVII había sido más fácil conseguir mujeres que hombres por compra, rapto, “conchavos”, depósito de huérfanos, etc. La mujer casada era el foco de retención. Se le daba el usufructo de pequeñas parcelas, algunos animales, etc., de modo que si enviudaba o era abandonada quedaba viviendo ella y su prole en el predio y se le conseguía o imponía otro “marido”. Este mecanismo contrariamente a lo que se supone hasta la fecha da un fuerte sabor a matriarcado a la familia rural de la época.

Trasladándonos a Concepción de la época, lugar de importancia y donde seguramente tuvo mucho que hacer nuestro Francisco, en aquella época con el abandono de las ciudades al sur del Biobío, se trasladó a Concepción el Obispado de La Imperial (actual Carahue). Pasó a ser sede permanente del Ejército de la Frontera y baluarte de la guerra de Arauco, además de ser sede del capitán General, que por las necisidades bélicas tuvo que instalarse en dicha ciudad.

 
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